8.10.10

Amores urgentes

Variaciones con repetición (Relato)


Desde aquel día en que la encontré al poco de su llegada a la ciudad y tuve la cortesía de ofrecerle mi hospitalidad, su sonrisa angelical se paseaba descarada por los rincones de mi vida. Insidiosamente aparecía, se acomodaba y eran inútiles las palabras sutiles. No había manera de librarse de su presencia. Sabía estar en el momento adecuado a la hora conveniente. Para ella.
Una tarde de febrero se interpuso en mi camino. Quería hablarme. No sé si fue la rabia o el desprecio lo que me impulsó a preguntarle: “¿Hablar? ¿De qué?”. Supe que no iba a contestar en ese momento. Mi curiosidad tendría que esperar.
La reunión que teníamos ese martes había comenzado. Allí estaba ella, y yo, del otro lado. Entonces supe de qué quería hablarme. Había sucedido. El hombre con el que compartía mi vida era por fin suyo.
Lo cierto es que bien pude haberle negado la ocasión de decírmelo. Una sencilla disculpa hubiera bastado para detener tan desagradable encuentro. No se me ocurrió. Acostumbro dejarme llevar por lo que considero las fuerzas de la naturaleza, por lo inevitable. Y así, a las 10, estábamos en un bar la una frente a la otra, sostenida yo en mi copa, esperando sin poder resistirme el desenlace que se anunciaba.
Destruir es un lujo que sólo los humanos nos permitimos. Querer saber me conduce a la destrucción, y aquella noche  quise saber. No puedo negar que lo que hoy ha ocurrido sucedió entonces, justo en el momento en que ella comenzó a hablar y yo me dispuse a escucharla.
“Entre el y yo ha surgido un deseo” dijo. Tragué saliva. Me agarré a la copa como náufrago a su balsa y poniendo en mis labios uno de los cigarrillos que se sucedían imparables, seguí callada, sentada allí. “Queríamos decírtelo para soportar la culpa, y además, porque… “las palabras dejaron de ser fluidas y seguras. Comenzó a vacilar: “nos gustaría hacerte partícipe. El sabe que estamos hablando ahora… quizás quiero que me frenes, que me lo prohíbas”
Introspección. Barro.
¡Prohibir! ¿Quién puede prohibir desear? ¿Acaso no es porque está prohibido que lo deseo? ¿Qué querían entonces de mí? ¿Por qué contármelo y por qué ella? ¿Por qué con tanta urgencia?
Los argumentos se sucedían incansables. Ella se llenaba la boca pronunciando su nombre, y anunciaba bordes de deseo y amor. Mis esfuerzos, sin embargo, se concentraban en mantener la calma, la impasividad del rostro. Necesitaba pensar.
El cuerpo, mi cuerpo, respondía incontenible a sus palabras. Acelerados los latidos del corazón, temblorosas las manos y la angustia aquella oprimiéndome en silencio, no hacían sino recordarme que continuaba viva, que no podía librarme fácilmente del miedo y el deseo.
En ese momento me hubiera gustado permitirme el lujo de actuar también yo conducida por la urgencia y, cual hembra defendiendo a sus cachorros, abalanzarme sobre ella, tirarle de los pelos, destrozarla, aplastarla. No lo hice.
 Ahora, dos años después, en los que ella habrá bordado cortinas azules sobre su cuerpo, releo lo anterior y me parece absurdo el acontecer del tiempo.
Esta mañana sonó el teléfono. Al descolgar, un vago recuerdo volvió con el  timbre de su voz: “Te llamo para decirte que el ya no está aquí. Anota este número. Se llama Lola”
Sorprendida y a la vez serena, me acerqué a la ventana y observé, ya sin sorpresa, como la gente se agolpaba en la cola del autobús mientras esperaba, con urgencia, que llegara puntualmente el jinete que le fuera fiel hasta la muerte. 

1 comentario:

  1. Ay! Como se repiten estas cosas. Tanto, que la verdad parece mentira.

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