Sobre mi: aguas movedizas

“Si es chata no puede ser guapa” había dicho la abuela, ciega ya, quizás de tanto mirar, al oír la descripción de la recién nacida. Era una tarde fría de enero. La nieve entraba en la habitación de la vieja casa a través del cristal roto por la cigüeña al entrar.
 
Era mi pequeña deuda pendiente: “Todavía no me has pagado el cristal” me recordaba mi tía en las raras ocasiones en que la memoria pedía paso al olvido. Así empezó mi vida. Al nacer, ya debía  (Deudas)

Nevaba cuando nací. Las aguas de un pantano encerraban un pueblo fantasma. Mansilla. Así, como ese pueblo, sumergidas, se encuentran las memorias de mi pasado. Aguas que se corren, aguas que se descorren. Mansilla, un hombre caballo.

Un hombre y un caballo eran nuestros juguetes preferidos. A mi hermano le gustaba el indio, del que sólo recuerdo que era de madera. Adivino vagamente su figura - ocre y oro- con esa majestad que le otorgaban las plumas sobre su cabellera. Lo había hecho nuestro padre. 
El caballo, también de madera, era una vieja silla puesta del revés. Nos paseábamos el uno al otro simulando el galopar del animal, a la derecha, a la izquierda, ocasionado al levantar alternativamente el respaldo de la silla, las dos patas del caballo.



A mi abuelo lo llamaban centauro. Un hombre caballo con solo dos patas, como nuestro caballito de jugar. Nunca lo conocí. Cruzaba el Atlántico, quién sabe si en busca de mundos que descubrir y traía nombres, nombres para sus hijos. También el era carpintero, como mi padre. Mi padre tiene nombre judío. El mío romano. De pequeña me regalaron un libro con mi nombre por título. No me llamaron así por aquella famosa romana; Tampoco por la otra, reina.


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Mis 12 años fueron poco poéticos. El mismo día que los cumplía tuve la primera regla. Mi madre, al enterarse, no dudo en presentármela como:”un regalo divino”. 


Este “inocente” comentario le permitió a ella resolver de un plumazo su dificultad para hablar de sexualidad con una hija (acostumbrada como estaba a lidiar con varones)  y  marcó en mí una línea divisoria que me transformaba en mujer a la vez que me hacía maldecir la  providencia divina.
 
Por si fuera poco, el regalito no vino solo, ya que fue aderezado con toda una serie de comentarios sobre los hombres: “que si son muy malos” que si “todos son iguales”, que si “cuidadito, no vayan a violarte y te quedes embarazada”… en fin… toda una pesadilla de acceso a la sexualidad femenina, que –menos mal- había hecho sus incursiones previas en aquel trastero de una buhardilla norteña en el que varias amigas jugábamos a descubrirnos y a escenificar encuentros con el género masculino tratando de paliar las fatales alusiones maternas.
Tener 4 hermanos varones solo había traído a mi vida la confirmación de que algo había que resguardar en lo tocante a lo sexual, ya que ellos compartían cuarto  y yo… sin embargo, vivía como una reina.
De cómo, tras estos orígenes, llegue a transformarme en una hippie casi vasca que nunca ha estado en la india y que acabó “liberándose”, podría escribir algunos párrafos más, pero, en definitiva, no harían sino desdibujar el camino. Un caminó que comenzó por llevarme muy lejos, para darme luego cuenta de que había llevado conmigo aquello de lo que andaba huyendo.


Lo de la amapola llegó más tarde. Pero esa es otra historia que algún día escribiré.(frágil)

Pensaron volver... ¿volverán?

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